Si convenimos con Pío Baroja en que enfermedades localistas como el carlismo se curan leyendo, o que el nacionalismo se cura viajando, cabe preguntarse ¿cómo se curará entonces el granadinismo victimista que asola estas tierras? Unos días de viaje por otros lares me han dado alguna clave.
Aunque sea comparando, diré que escuché en la vecina Málaga esta frase de boca de un gestor cultural muy realista: “Málaga conseguirá la capitalidad cultural para 2016 –aunque lo tengamos difícil frente a Córdoba–”. Me quedé con la frase un rato en la mente. Imágenes y recuerdos dispersos pasaron por mi mente para confirmar esta sentencia. Recordé una Málaga de la que tomé conciencia allá por los ochenta. Era aún una ciudad marinera y turística, una ciudad de antiguos pescadores a rebufo de la grandeza capitalina de la Andalucía Oriental: nosotros teníamos la Universidad a la que ellos mandaban a sus hijos para formarse; teníamos la Audiencia Territorial donde venían a resolverse los pleitos malagueños en segunda instancia; teníamos, además, la Sierra adonde los malagueños se venían para ser esquiadores. Aquella ciudad costera era un enclave costero al que Granada miraba por encima del hombro desde la altura de su Alhambra eterna, de su arquitectura señorial y antigua, desde su baluarte de foco de vida cultural frente a una ciudad que, a lo más, tuvo impresores de revistas (Litoral) a los que hasta visitó por amistad nuestro tótem cultural, es decir, Federico García Lorca (que fue de veraneo, ojo, como cualquier granadino de los de entonces).
Málaga era ciudad de turistas, ingleses primero y más tarde alemanes, finlandeses o italianos. Cosmopolita, sí, por un puerto en el que se quedaron a vivir los comerciantes que recalaban allí con sus mercaderías (los Gross, Crooke y, si me apuran, hasta los Picasso) llegando hoy a 250 apellidos extranjeros el ‘gotha’ de familias con arraigo histórico en la ciudad del paraíso de Aleixandre.
Pues bien: en aquel paraíso costero y dormido se pusieron las pilas ya por los 90. El filón era darle producto cultural a una Costa del Sol que ya estaba sepultada en cemento y turismo barato tipo Torremolinos. Su Universidad que arrancó –curiosamente– con un rector granadino (Antonio Gallego Morell) tiene ya un campus que es casi una ciudad en si mismo; la FNAC, industria cultural donde las haya, después de abrir tienda en Marbella, ya tiene casi lista otra en la capital costasoleña (en tiempos se le llamó la ciudad con “mil tabernas y ninguna librería”); el CACMA ofrece exposiciones de arte contemporáneo de fuste, conectados como están con el circuito nacional e internacional de grandes centros de arte. El Museo Picasso –gallina de los huevos de oro (el cochambroso barrio de la Judería es, casi entero, el flamante barrio ocupado por el nombre del genio)–; Tita anuncia la apertura de su museo Thyssen en unos años; el puerto está en vías de convertirse en un Maremagnum lúdico-cultural-comercial que bien podría hacer sombra al de Barcelona; en fin, que si por las noches miras hacia Gibralfaro con la Alcazaba malagueña iluminada, la ilusión de estar viendo una ‘alhambrita’ frente al puerto te asalta con todo su placer estético y marinero.
Aquella Málaga a la sombra de un granado nos está adelantando por la derecha, es un hecho cultural evidente. Si se convierte en capital cultural, es porque se lo han currado ellos solitos. Por su voluntad política de competir entre administraciones por crear dotaciones culturales de categoría. Y Granada, incurable de siglos, varada como su Alhambra, siempre idéntica y en el mismo sitio.
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