Han llenado la ciudad de poesía en unos tiempos como los que corren en que este arte, tan poco útil corto plazo, se ha ido quedando como el residuo marginal entre la prisa de los días. Y ellos la están haciendo realidad durante los días en que se realiza el Festival Internacional de Poesía de Granada, que ya alcanza nada menos que cuatro ediciones con ésta.
Iniciativas así se merecen no sólo el aplauso de todos (que no estaría de más), sino también el apoyo incondicional de instituciones, asociaciones y ciudadanía en general. Porque recibir en casa, entre facturas y reclamos publicitarios de pizza o ventas a plazo todo un señor poema que nos alegre el día es, más que una iniciativa cultural al uso, una propuesta directa al corazón, para alegrarnos el día.
Claro que las cosas de los sentimientos íntimos no suelen salir a ocupar las calles. Pero Granada, con festivales así de emotivos o con acontecimientos como el Beso Colectivo en Bib-Rambla, va camino de convertirse en la capital de la emoción, ahora que para otras cosas hemos perdido casi todos los trenes, de alta o baja velocidad. Y es que las cosas del corazón van despacio, porque necesitan cierta atmósfera. Y para crearla, los artífices (con nombre y apellidos) de este imponente festival poético-urbano –Daniel Rodríguez Moya y Fernando Valverde, – van a liberar (hermoso verbo) libros por los más insospechados rincones, para que se lean poemas y se pasen a quienes creamos que los necesitan; y van a repartir a personas-libro por las calles para que nos espeten un poema así, de improviso, en plena cara, como cuando nos insultan pero al revés, para que dejemos de pensar en hipotecas y desamores por un instante, para que relajemos el semblante y lleguemos a la oficina hasta con ganas de saludar al jefe. Para, en fin, respirar unos minutos y pararnos a saborear la vida sin más.
Ves pasar el bus y observas en sus cristales las caras de seis niños, cada uno con una letra componiendo la mágica palabra: Poesía. Delicioso invento. Tomas el bus y lees un poema; Te bajas del autobús para comprar en el centro y, otra vez, un poema te saluda la mente mientras te calzas los zapatos que tanto deseabas. Te vas, calzado y feliz, pongamos que a visitar a un sobrino que está pachucho en el hospital, y te encuentras a un señor poeta diciéndole versos para que se cure. La poesía, de este modo y sin etiquetas, se convierte en experiencia cotidiana, palpable en el discurrir de toda una semana de festejar las palabras.
En mayo del 68 soñaron con ver un día la ciudad tapizada de poemas. Este festival va camino de conseguirlo a poco que les dejen a los que lo promueven. Volverá así Granada a su origen, al de esa Alhambra en la que, con la exquisitez que caracterizó a los nazaríes, se cuidaron de alfombrar los muros, los techos, los arcos y los capiteles con las palabras más dulces, para que uno recrerara, junto a la belleza de la arquitectura, la hermosura de la palabra exacta, calculada y aún así redentora.
Son días de poetas paseando la ciudad, declamando sus versos por doquier, protagonistas por unos días del pulso urbano al tomar las calles armados de palabras. Sin herir a nadie, haciendo un bien de utilidad pública. Y, al final de semejante festín, la la ciudad oficial vestida de lunas honra al poeta entre poetas de este año, Brines, que une su nombre al del profeta local, García Lorca.
Las buenas ideas tienen eso, que no tienen dique ni barrera que las pare. Va para cuatro años esta celebración de la poesía en la ciudad. Larga vida al festival.
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