Me paro en un escaparate de la Gran Vía y no salgo de mi asombro. Fotos de batallas y revueltas anegan el muestrario, sin espacio casi para novelas con- temporáneas o algo que no sea recordar, recrear o analizar la guerra aquella de 1812 en la que España tomó plena conciencia popular de que éramos algo más que una delegación regentada por una rama de los Borbones franceses. Se diría que todos los autores de fama y renombre (Calvo Poyato, Pérez Reverte y demás) hubieran coincidido ‘casualmente’ en publicar sobre los mismos temas, pero no: es que estamos de aniversarios y, ya se sabe, las editoriales exprimen hasta el hastío lector estas conmemoraciones que tan buenos dividendos les reportan.
Oportunistas unas, trabajadas otras, ligeras las más, estas novelas pretenden en muchos casos revisar la historia que nos contaron sobre la mayor epopeya na cional contemporánea, esa época en que Napoleón empezó a conocer la derrota como preparación a su inevitable declive y destierro definitivo. Lo que resulta más sorprendente de todas ellas (aparte de otras muchas conclusiones que ya tendrán su espacio y lugar para ser dichas) es que, tal vez por primera y única vez, las clases sociales y los diversos estamentos del suelo patrio se con- fundieron para ser un solo bloque contra el francés, algo inédito e irrepetible en la Historia de un pueblo como el español tan dado al individualismo, la polémica y la divergencia.
Tan diferentes que otra revolución, la del 68, también abundantemente documentada por estas fechas, nos pasó de refilón, mientras el mundo entero bullía entre ilusiones y revueltas Aparecen así los jóvenes barbudos del mayo glorioso de los sesenta, aquel mito ya convertido en icono en el que se rezaba al Ché y se le ponían velitas blancas a Trotski, a Mao, a Bakunin o a Fidel Castro y un buen par de velas negras a De Gaulle o Nixon. Qué tiempos, claro, pero también qué pesadez de tochos en los que los más variopintos personajes que vivieron o no aquellos días se dedican a dilucidar una pregunta que es la comezón de toda una generación hoy instalada en el poder: ¿sirvió para algo todo aquel barullo? Por lo me nos, y a falta de respuestas más sesudas, se lo pasaron de fruta madre experimentando una revolución sexual que hoy ha derivado en bazofia sexual porno-mediática.
Dos revoluciones en las que el pueblo-pueblo, tomó las calles y las armas sin intermediarios y se encaró a tiro limpio con el poder para después, como siempre sucede, ser traicionados por los propios, en este caso los obre ros, más pragmáticos a la hora de hacer inventario de los logros; y a los españoles de 1812, aquel rey-niño, ‘El de seado’ Fernando VII, disfrazado de rey para su pueblo de vuelta de Bayona para después reinar sin el pueblo, que tanto despreció desde el fondo de su ser de Borbón poco ilustrado.
Lo más triste de las revoluciones ilusionadas es mirar las con el filtro de los años, desde la perspectiva que da la Historia. Mírese si no cómo aquella imagen mítica del Ché hoy puebla las tiendas de camisetas de marca, como un simple souvenir producido por aquel sistema mercantilista contra el que luchó y perdió la vida. Esos momentos en que la Historia sufre un impulso, se muestran así con toda la inocente luz que aportaron sus protagonistas, todo idealismo y entrega desinteresada a ese bien común que es el sueño colectivo de ser más libres y dueños de nuestras vidas, pero también pone a las claras que el poder-poder cambia y se adapta, para permanecer intacto por los siglos de los siglos, sin alterar más que las formas, conservando en el fondo los hilos invisibles de la marioneta en que se acaban convirtiendo las grandes revoluciones de la Historia.
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