Un aluvión de libros y artículos nos recuerdan que en este mismo mes florido que hace cuarenta años el mundo soñó con romper los moldes de la realidad. Nos lo recuerdan en la tele rebeldes sesentañeros como Daniel Cohn-Bendit, que hace una estupenda distinción entre lo que es una revolución propiamente dicha y lo que supone una rebelión de una muchachada ilusionada cuyos logros concretos y a corto plazo fueron nulos, aunque a largo plazo su rebeldía lanzando adoquines y pintando fachadas con eslóganes creativos supuso el cambio cultural que cimentó la nueva sociedad capitalista que hoy vivimos.
La rebelión del 68 fue muy estética, si, y soy de los que se apuntan a que aquel sueño aún sigue vivo, ese querer colorear el mundo ya que es tan difícil cambiarlo en sus cimientos milenarios. Eso sí, lo de nuestro país dice mucho: en España, por mucho que intenten hurgar en hemerotecas para localizar alguna revuelta minúscula, alguna reunión clandestina focalizada, nadie se enteró casi de que el mundo estaba cambiando. Aquí nos bastaba con ver en la tele ‘La gran familia’ y comprarnos el seiscientos para saciar nuestras ansias de libertad y autonomía. España era el Bután de hoy pero en medio de una Europa que se desperezaba. Y nosotros durmiendo la siesta. Pero las melenas si que se copiaron, y las barbas, los viquinis y las minifaldas. La píldora empezó a pasarse de contrabando por la frontera francesa en los bolsos más liberales, y los Beatles sonaban en los guateques ante la atenta mirada de los padres que se quedaban en casa “para que no pase nada” (cosa harto difícil con la represión sexual que sufrían las chicas de entonces).
Yo tenía tres años en aquel mayo glorioso y no recibí de aquel fuego más que los rescoldos de las brasas. Pero algo caté luego de aquel espíritu: viví como si fuera el Mayo mismo de mis sueños el otro mayo, el del 89, que en España se dejó sentir en las facultades con aquellas manifestaciones en contra de las reformas universitarias, cuando ya los grises vestían de marrón y cuando ‘El cojo mantecas’ rompía semáforos a la pata coja con su famosa muleta. No conseguimos tampoco gran cosa, como en el mayo del 68, pero mientras nosotros estábamos divirtiéndonos de manifestación–algarada por las calles de Granada, en Berlín caía el muro, o los checos se montaban la revolución de terciopelo y en la Polonia de Lech Walessa remataban el final de comunismo con vivas al Papa. Lloré cuando oía en la radio del coche que en la puerta de Brandemburgo una multitud se abrazaba después de cuarenta años de ser alemanes escindidos por alambradas. Era el viento de la libertad, esa que siempre es promesa de oxígeno nuevo y grandes palabras.
Sólo que pasados los años siente uno que el capitalismo, disfrazado de Google o de ecología barata, sigue teniendo los mismos cimientos (socializar pérdidas, privatizar ganancias) sin que ya nadie le tosa al capital, convertido como está en el fiel de toda balanza. Los pocos jipies que quedan van camino del asilo o del museo de las especies raras; algún punkie pugna aún por engominar mejor su punzante cresta que ya no protesta por nada, alcoholizados como están después de décadas de demostrar que su oferta de nihilismo a granel conducía a eso, a nada.
Al final concluye uno que la rebeldía aquella, tan sana, es más una cuestión del día a día, un no bajar la guardia frente al sutil mensaje diario de que este es el mejor de los mundos posibles, cuando lo imposible es lo único que merece la pena pedir, porque nos da la gana.
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