Por fin llego a Paris. Al París aún imaginario en el que siempre quise habitar. Porque el real llegará un día. El real será, espero, un Paris a lo Gene Kelly chapoteando en los charcos. Vaya gloria de lluvia y de ese hombre dejándose llover encima. Y danzar como si fuera de aire, como si no importara nada más que bailar in the rain.
Así quiero que sea mi Paris. Como un Satori perpétuo. Porque luego llegará el París verdadero con sus humos y sus choques de gente con prisas que tiene que cambiar del RER al metro en tres minutos para seguir camino hacia un trabajo que, casi seguro, les satisface por el resultado, por esa sensación de deber cumplido, no por el trabajo en si mismo, el trabajo perpétuo como condena bíblica, nunca como gozoso comunicar lo interno con el exterior, ese privilegio de hacer sin esfuerzo, como un dejar fluir lo que está por hacerse a través de uno mismo, sin más, sólo teniendo el cuidado suficiente para no inmiscuirse uno en el placer de dejarse ser, es decir, de dejar hacer lo que se debe hacer y que nos ha elegido a nosotros para realizarse.
Satori, que soy yo, llega a Paris al fin, después de años de espera. Debo darme la bienvenida, pues soy el único que habita este París que se irá poblando de seres como yo, individuos recién llegados, constelación de seres que, como yo, quisieron llegar a Paris y un día, imaginación de por medio, se lanzaron a la aventura de habitar ese Paris en el que un día habrá amigos. Hoy está vacío. Habrá que llenarlo.
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