Disfruto observando a los visitantes que vienen a disfrutar por unos días. Sus rostros absortos en la contemplación de tanta belleza, cansados, sudorosos, reflejan el hechizo que un día me produjo esta ciudad profunda. Alzo los ojos, veo la Alhambra centinela y rescato aquella sensación primera. Y comprendo. Su felicidad transitoria revivifica y contagia. Pensamientos por el estilo, de esos que te dejan en stand by meditativo, me asaltaron al leer una frase inscrita en cerámica de Fajalauza a la entrada de un hotel de la Alpujarra. Decía así: «Hospedar al viajero es hacerse cargo de su felicidad todo el tiempo que aquél se halla bajo nuestro techo». La firma Anthelme Brillat-Savarin, jurista francés de la Revolución Francesa y filósofo de la gastronomía y la buena acogida. Eso es, pensé: hacerles felices por unos días… Si nos dejan. Porque esta actitud generosa la olvidamos conforme el Homo turisticus se convierte en masa amortizable a la que hay que devolver a casa con el bolsillo más vacío de cómo lo traía. De los turistas sólo leo aquí y allá cifras y palabras tan malsonantes como «rotación de camas», «gasto por persona y día» o «pernoctaciones». El campo semántico de la rentabilidad les deja a la altura del cliente del súper al que hay que colocar, en este caso, souvenires, tapas, entradas y algunas compras. Y para conseguirlo, transformamos en un gran bazar el centro de la ciudad, desde Plaza Nueva hasta la Fuente de las Batallas, única zona habitada de la desértica ciudad canicular.
Es paradójica esta relación con el turista. Le necesitamos para salvar una ciudad que si no fuera por ellos estaría ya con el PIB en coma profundo. Pero el servilismo de transformarnos en parque temático para su disfrute implica venderles el alma y, al cabo, perderla, con hoteles y habitaciones pirata que dejan deshabitadas las casas, bares donde ya los nativos ni entramos de tan de diseño que los ponen, o trenecitos desde donde nos miran y hacen fotos sin piedad unos individuos que sonríen en pantalón corto. El turismo sostenible y otras grandes palabras se quedan en nada cuando ves, como ya sucede en Barcelona o París, que esa marabunta sin coto aplasta a su paso cualquier atisbo de felicidad allá por donde pasa. Y Granada, sin felicidad para compartir, ya no es, ya no será nada.
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