El imaginario sobre el escritor, especialmente esa idea del ‘poeta romántico’ atormentado y al borde siempre del suicidio, ha desvirtuado mucho la imagen de lo que realmente es escribir y porqué se escribe. Básicamente, escribimos para ser más felices. Así de fácil.
Claro que, como ocurre en toda búsqueda de la felicidad por cualquier camino que se la persiga, el sendero no se recorre con una sonrisa de oreja a oreja todos los días. Hay buenos, regulares, malos y muy malos momentos. Nadie dijo que esto de vivir fuera un camino de rosas. En el arte de escribir, sigues una estrella que se ve en el horizonte, que unas veces se aleja, otras se acerca, pero tú siempre sigues caminando, escribiendo, en la certeza de que nunca llegarás a aferrarla pero en el empeño de alcanzarla con la mano. Así avanzas, con fé.
Sucede pues que el hecho mismo de la escritura genera algo parecido a la felicidad: Satisfacción por el texto bien escrito, por el esfuerzo realizado en escribirlo, por la claridad con que se ha expuesto la idea o lo hermoso que ha resultado tal o cual pasaje; alegría cuando das con la palabra exacta, cuando te viene la idea que andabas buscando, cuando superas el bloqueo y te lanzas a escribir durante horas y horas páginas llenas de mucho de ti, de los demás y mucho de esa materia de la que están hechos los sueños.
De por medio, claro, hay de todo. Hay quien se sube a la atalaya del ‘ser escritor’ (con o sin éxito, a ellos eso les da igual) y se envanecen y se vuelven agrios desde su montículo inaccesible de príncipe de las letras solitario y compungido cual Simeón El Estilita; también los hay que toman la literatura como una ametralladora con la que poder tirotear a todo lo que se mueve en su entorno, como defensa o como ataque; y, en fin y entre los muchos enfoques deformados/amargados de la práctica del arte de la escritura que existen en la viña de las letras, también están los que escriben para hacerse querer, ya sea con premios, con las cartas de las lectoras que les suben la autoestima o con las lisonjas de los aduladores que les hacen la ola.
Los escritores son una raza especial de gente -la raza de los poetas, como los llamó Mallarmé- que se atreve de verdad a intentar hacer algo nuevo y diferente de su entorno. Se lanza a crear. A inventar mundos. Se atrave a inventarse historias que antes de que él las pusiera por escrito no existían, o personajes que gracias a su mediación han llegado a cobrar vida a veces casi tan real como la de las mismas personas, si no acaso más todavía, como ocurre con El Quijote. Pero ese atrevimiento solitario nunca es producto de la mera voluntad de uno mismo. Subes pero sobre el hombro de gigantes que son los escritores que te precedieron. Si no, tienes los pies en el aire.
La felicidad de crear algo se puede entender si se ha tenido un hijo. Sientes que algo que no estaba aquí ha llegado al mundo. Y eso te da felicidad por el mero hecho de que haya sucedido. No te importa que el niño sea guapo o feo, lo importante es que ha nacido, es la felicidad en si misma. Esta sensación del feliz alumbramiento es la que persigue disfrutar el escritor y la que a veces encuentra a lo largo de su existencia. De ahí que, a pesar de los muchos pesares que tiene la vida literaria de hoy y de siempre, el escritor sigue en el empeño de alcanzar aquella estrella, sigue caminando, sigue escribiendo, sigue viviendo.
Hay también un algo de sacralidad en la actividad de escribir. En los tiempos democráticos en que vivimos, cualquier actividad tiende a hacerse común, a trivializarse. Incluso se pretende que ser rey, una profesión que de suyo (por ser hereditaria) no tiene nada de moderna ni de contemporánea, es un trabajo más, común como otro cualquiera. Cosas del marketing, ya se sabe.
Pero en el caso del escritor, es
necesario apartarse de la inútil balumba que diría Lorca para concentrarse y escuchar lo que se cuece dentro. Ese retiro interior permite que la alquimia de las palabras se produzca dentro de uno y que surja la inspiración, esa conexión entre los muchos niveles que tiene la mente y entre los que se cocina la literatura de calidad.
Lo curioso es que esa misma soledad produce también un regusto interno. Hay una intimidad con lo más profundo de nosotros, que no se siente el aislamiento de nada, sino la comunión con muchas de las cosas y personas de las que nos hemos alejado.
Es pues un proceso en el que se embarca uno y al que hay que entregarse del todo para que surta los efectos deseados. Los frenos suelen provenir de miedos y son la verdadera limitación. La incertidumbre mal llevada es el olvido de que en este como en ningún otro «se hace camino al andar» que dijo Machado. Una palabra lleva a otra y una idea a la siguiente.
De ahí que solo en la confianza se puede andar con verdadero disfrute el camino de la escritura. Sin pensar en que se será feliz cuando se llegue al objetivo, sino dejándose inundar por el placer que entraña el mismo viaje.
Desde esta actitud que cultivaron todos los grandes de las letras, es posible llegar a algún lado, es decir, a algún texto que valga la pena guardar.
Animar a emprender este camino, no exento de peligros y malos
momentos, de una manera entusiasta a la vez que realista, es obligado para cualquiera que escribe. Sabe que compartir esta felicidad acrecienta el caudal de la creatividad. Por tanto, nada mejor que coger papel y bolígrafo y lanzarse a escribir para experimentar lo leído, para vivirlo en carne propio, para contar esta felicidad íntima, clandestina que es escribir en primera persona.
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