DE simposium literario en Madrid escuché comentarios, temerosos o eufóricos, sobre la era Carmena que se avecina. Granjas escuela en un golf sin señoritos; huertos ecológicos en Serrano o Princesa; comedores sociales en cada esquina… Pareciera que a la antigua capital de los orcos mangantes hubiera llegado una caterva de hobits morados de felicidad, armados de futuro para transformar a los chulapos en agricultores. Escéptico, pensé: «Veremos en qué queda esto».
En la Gran Vía madrileña no veía yo por la labor de cambiar a las clientas de las boutiques, de los clubes privados o de los hotelazos que abundan en la zona. El dinero -‘er taco’ que dirían los Morancos-, lo tienen las mismas dinastías de apellidos centenarios. Y el capital es el muro con que se topan todos los descamisados ungidos de ideología, de Garibaldi a El Ché. Hasta estos grandes hombres se sentaron a negociar con los amos o con el exilio.
Por eso, presto más oídos al discurso humilde-tecnócrata-anaranjado. Terrenal pero con recorrido. Cuentan de partida con que el capital que mueve las marionetas de este teatro, si ve peligro, ya tiene lista su mansión en algún paraíso fiscal. El poder político puede patalear lo que quiera, los reporteros de sus periódicos pueden hacerles reportajes pero, a la larga, son ellos los que eligen la realidad futura.
Toda revolución nace de una crisis. Se gesta en los estómagos vacíos, pasa por el corazón y se articula en ideas de cómo tomar la Bastilla. Así las cosas, se ve que esta última revolución morada nace de estómagos solo medio vacíos, los de la revuelta de Sol, que alumbró en aquel Parlamento gris un arco iris de lo más lindo.
Madrid inyecta brío a los provincianos. Madrid tiene nueva energía. Puestos a creer en cambios, sugerir a la órbita Podemos que se limpien de moralinas con tufillo casi monjil. Y también de arrogancia. Es el lastre que rebajó a Pablo Iglesias de potencial político de fuste a la veleta que es hoy. Ya puestos a pedir, algo más: que se limpien de prejuicios. Tal vez, esa señora que sale de la tienda de Prada, no sea señora-de-nadie, sino una honesta trabajadora. Deben cambiar las mentes, ese lugar donde dejar libre a cada cual para hacer lo que le venga en gana, en Madrid o, incluso, en Granada.
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